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Relatos publicados en mi libro "Para vivir Seguros" 2.005 Si te perdiste el segundo relato, lo tienes aquí: #555147
El caso de Joao Freites
–¿Señor, me regala algo pa’ come’?
Joao Freites Da Silva, volteó sorprendido. Eran las seis de la mañana y se disponía a abrir su abastos ubicado en una zona marginal. Un zagaletón, de ropa sucia, con una gorra de visera negra le cerraba el paso y le extendía la mano.
–Regáleme algo. Tengo hambre...
El tono era más apremiante, casi amenazador.
Freites, un poco asustado, sacó un billete y se lo dio al muchacho. Esperó que se alejara y le quitó el candado a la reja santa-maría. Encendió las luces pensando, molesto, que el incidente había sido casi como un cobro de peaje.
El día transcurrió normalmente. Ya en la noche, cuando se preparaba para cerrar el negocio y sacar las cuentas de la jornada, Freites vio entrar a dos muchachos. Se metieron entre los estantes de víveres. A través de los espejos colocados a final de cada pasillo, vigilaba que no robaran. Estaba tan pendiente, que no advirtió una presencia a su lado.
—Entonces, ¿tienes mucho real en la caja?
El zagaletón de la mañana estaba ahí, con la misma gorra, con una extraña sonrisa en la cara.
—¿Qué quieres ahora?
—Quiero todo... y rápido.
El muchacho le puso el cañón de una enorme Beretta 92F en el pecho. En ese momento los otros dos jóvenes sacaron armas y sometieron a los clientes y empleados. Agarraron bolsas plásticas y las llenaron con botellas de licores, todos los billetes de la caja registradora y los víveres que les llamaban la atención.
Cuatro minutos después salieron. Sólo permaneció el zagaletón de la gorra, apuntando y cubriendo la retirada de sus cómplices. Caminó unos pasos hacia atrás, sin dejar de amenazar con su arma. En ese momento, Joao Freites, no aguantó la rabia que sentía y gritó:
—¡Desgraciado, malagradecido, hijo de puta!
El zagaletón se detuvo, avanzó hacia el hombre.
—Ah, ¿tú eres arrecho? Toma, pa’ que aprendas...
Levantó el arma y le hizo una serie de disparos. Joao Freites, aturdido por las explosiones, los fogonazos, los gritos y las quemaduras que sentía en su pecho, sintió que se deslizaba por el taburete y caía al piso de granito. El muchacho lo apuntó de nuevo y disparó hasta que la pistola quedó con la corredera abierta, sin municiones. Dio media vuelta y se fue caminando.
Joao Freites Da Silva, entre puntos brillantes y luminosos, sin entender que le sucedía a su cuerpo acribillado, lo miró alejarse y perderse en la oscuridad.